Intrigada por aquellas respuestas, la señorita Prim continuó circulando por el salón. Así descubrió que numerosas familias de San Ireneo invertían todo su tiempo y formación, en algunos casos una exquisita y especialísima formación, en dirigir personalmente la educación de sus hijos y en dar clases a los de los demás, una actividad que contaba con un enorme prestigio social. Muchas de aquellas mujeres eran propietarias de sus propios negocios, pequeños establecimientos que casi siempre se ubicaban en el piso inferior de las casas para no perturbar en exceso el ritmo de la vida familiar. Los horarios no parecían ser un problema. Todo el mundo compartía la idea de que las mujeres, incluso en mayor medida que los hombres, debían tener la posibilidad de organizar libremente su tiempo. Por ello a nadie le extrañaba que la librería abriese de diez a dos, la notaría lo hiciese de once a tres o la clínica dental comenzase la jornada las doce de la mañana y la terminase puntualmente a las cinco de la tarde.
(El despertar de la señorita Prim, de Natalia Sanmartin Fenollera)
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